La leche es una secreción de las glándulas mamarias de las hembras mamíferas. A nivel mundial la más ampliamente consumida es la de vaca, y a partir de ella se fabrican las leches enriquecidas, los derivados lácteos (yogur, mantequilla, queso, requesón…) y las diferentes presentaciones (en polvo, condensada, fresca…).

El hombre ha consumido este alimento desde el momento en que dejó de ser nómada y empezó a cultivar la tierra para dar de comer a los animales. Por tanto, esa nueva corriente que dice que los humanos no estamos hechos para tomar leche, deben saber que se viene consumiendo desde el periodo Neolítico (6.000 a. C.), por lo que nuestro sistema digestivo ha tenido tiempo más que suficiente para adaptarse a ella y aprovecharla sin problemas (excepto personas intolerantes y alérgicas).

Ya en esta época de la historia, la leche se guardaba en pieles, vejigas o intestinos de animales, las cuales si no estaban limpias o se dejaban al sol, producían la coagulación, dando lugar al primer derivado lácteo: la leche cuajada.

Desde el punto de vista nutricional, este alimento resulta muy interesante por su gran contenido en proteínas de alto valor biológico y porque es el vehículo que favorece una mayor y mejor absorción de calcio en el intestino. Otro de sus beneficios descubierto recientemente es la presencia de pequeñas proteínas (péptidos) que tienen la acción de disminuir la presión arterial.

Por el contrario, conviene tener en cuenta que también es un alimento muy rico en grasa saturada y colesterol. Estos dos nutrientes son los que tienen una relación más directa con enfermedades cardiovasculares, por lo que es aconsejable consumir la leche en su variedad semidesnatada o incluso desnatada.

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